jueves, 24 de marzo de 2011

El tren a Corumbá

El tren a Corumbá
                                                 “Algún día en cualquier parte, en cualquier       
                                                   lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti
                                                  mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más      
                                                  feliz o la más amarga de tus horas.”
                                                                                             Pablo Neruda
                                                     
                                                     
Llegamos a la estación de trenes de Santa Cruz un poco antes de la medianoche.  El edificio vetusto se perfilaba apenas iluminado y abrumadoramente silencioso. Un hombre obeso y sudoroso, que suponíamos era empleado del ferrocarril, nos indicó acompañarlo con un gesto casi militar. No nos preguntó en qué tren  saldríamos, ni nos pidió los boletos.
     Nuestros pasos retumbaban a lo largo de un andén cada vez más sombrío, hasta que el guarda prendió su linterna, cuyo foco era ahora la única tenue iluminación en aquella noche densa y calurosa.  La formación de vagones a nuestra izquierda nos parecía tan interminable como una cadena de infinitos eslabones a lo largo de la cual avanzábamos pesadamente. De repente el hombre se trepó trabajosamente por unos altos escalones de hierro a uno de los vagones y nos hizo seña de seguirlo. A los tropiezos subimos y entramos en el vagón, teniendo como única guía el círculo de luz de la linterna que se deslizaba pegado, pero escurridizo, al piso del pasillo, perdiendo por momentos su forma ovalada al encontrarse  con algún zapato o incluso,  algún pie descalzo. Por lo visto, ya había otros pasajeros ubicados en sus lugares, puesto que el vagón estaba totalmente a oscuras. Finalmente, el guarda iluminó un banco vacío y extendió su gruesa mano abierta, esperando la propina. Desapareció sin decir palabra, después de recibirla.
Ursula y yo nos acomodamos en el banco lo mejor que pudimos, pasando por encima de las piernas de los dos hombres que dormían despatarrados en los asientos enfrentados a los nuestros. Me llevó unos minutos habituarme a la oscuridad. En realidad seguía sin ver nada, excepto las ventanas recortadas  por la pálida luz de la única bombita encendida en el fondo de la estación desierta.

      Hacía mucho calor. Las dos estábamos agitadas por la caminata a tientas y cansadas del largo y pesado día que habíamos pasado visitando Santa Cruz. La partida del tren estaba anunciada para la medianoche. El estar a oscuras en aquel vagón provocó en mí un estado de alerta agudo. Ursula, por el contrario, se durmió enseguida, dejándome sola así, conmigo misma, en aquella densa negrura que me rodeaba, inquietante.

     Sí, había más pasajeros en el vagón. Muchos más, pensé yo. Se escuchaba la pesada respiración de unas cuantas personas durmiendo. Hombres, deduje, mayormente. Los ronquidos graves eran frecuentes y repentinos, como  coletazos de sueños no deseados. Vaya noche la que me esperaba, con tanta gente roncando.
Pero había más sonidos, que inicialmente no supe - ¿o no quise? - identificar: parecían ser jadeos... ¿Eran jadeos? ...  Sí, eran jadeos, sin lugar a duda y susurros. Quejidos ahogados y murmullos apagados.  Y gemidos entrecortados, que se deshacían en lamentos viscerales cargados de intimidad.
Cuando traté de formarme una idea de lo que estaba escuchando y me iba convenciendo de lo que al principio era sólo una  sospecha, que deseché incluso en los primeros momentos por inverosímil, por descabellada, no pude evitar que me apresara una sensación de ahogo, de pavor, diría, al punto de no poder exhalar el aire que había inspirado y retenido. ¿Podía ser posible lo que estaba imaginando? Con el correr de los minutos,  fui perdiendo de a una las capas de mi incredulidad y me fue ganando la certeza, una cruda certeza frente a mi torpe ingenuidad:  en aquella total oscuridad, se estaban llevando a cabo no uno, sino varios actos sexuales a la vez...  Parecía ser, que no eran pocos los hombres y mujeres que se entregaban a la lascivia en la pegajosa noche encerrada en aquel lúgubre vagón.

Comprendí súbitamente el comentario de la guía turística desaconsejando a los turistas extranjeros tomar aquel tren, el que transitaba desde Santa Cruz de la Sierra en Bolivia hasta Corumbá en Brasil, comentario que mi amiga alemana Ursula y yo habíamos desechado entre risas por considerarlo exagerado. ¿Qué podía sucedernos al tomar aquel tren, si ya habíamos viajado en todo tipo de colectivos destartalados en Bolivia, conducidos por choferes cuasi-suicidas por alucinantes caminos de cornisa, verdaderamente riesgosos muchos de ellos?
 Corría el año 1971 y nosotras, con nuestros escasos veinte años, nos sentíamos seguras frente a cualquier situación. Habíamos viajado mucho por América Latina. Este tramo en tren, entre Santa Cruz de la Sierra y Corumbá, desde donde seguiríamos en otro tren  por territorio brasileño, a través del Mato Grosso hasta Sao Paulo  para asistir unos días después al carnaval de Río, nos había tentado particularmente.   

      Mientras percibía cada vez con mayor claridad los inquietantes sonidos que laceraban la noche, me asaltó la imagen de la reacción de repudio que mi familia mostraría si se enterara de esta nueva situación embarazosa en la que me había metido. Invadida por una angustia incontrolable, no podía sino visualizar las miradas de admonitoria preocupación de mis padres. Me ahogaba la mortecina negrura del vagón de la misma manera en que solía sofocarme la impenetrable falta de luz, cuando mi madre, para castigarme, me encerraba de chica en el cuarto oscuro debajo de la escalera. ¿No aprenderás nunca, cabezadura, a portarte como debes? De lejos retumbaban en mi cabeza las crueles risotadas de mi hermano mayor, como carcajadas de patíbulo, recuerdos aciagos de una no tan lejana infancia, que aún me atormentaba por momentos. 
Otra vez había errado. Otra vez había roto alguna de las tantas y santas reglas de mi rígida familia, en la que todo tenía su inevitable y abominable orden .

     Yo había querido huir siempre de aquel agobiante ambiente, y apenas terminé mis estudios secundarios, mi suerte quiso que vislumbrara una vía de escape. Gracias a los idiomas que me habían enseñado en los diversos institutos privados y colegios extranjeros, conseguí largarme a Europa y encontré trabajo en París. Fue allí, en una Europa aún conmovida por la Revolución Estudiantil de Mayo del ’68, donde me enfrenté, con shockeante crudeza,  con que existía otra Argentina, otra Latinoamérica que yo desconocía por completo. Y a esto se debió finalmente el regreso a mi país, a mi continente, al cabo de dos años de estadía en Francia. Un período que, sin piedad,  me había abierto los ojos mucho más allá de lo equívoco y artificial, que yo juzgaba por mi misma la alienante realidad de mi familia. Quería volver a la Argentina para conocerla y descubrir al continente que la albergaba y a la gente que lo habitaba en condiciones tan distintas a las que yo conocía.

     “Recorramos un tiempo algunos países latinoamericanos” - le sugerí a Ursula, que más que conocer nuevas realidades sociales, simplemente amaba viajar y se prendió ávida al proyecto. Y así nos habíamos largado, con sendas mochilas al hombro y poca plata, recorriendo paisajes alucinantes y pueblos de figuras recortadas inclinadas sobre respaldos de sillas endebles, con ojos curiosos de párpados pesados que seguían nuestros pasos y se adherían a nuestros brazos y piernas mientras nos alejábamos.  Viajábamos en bus y en tren, andábamos a pie  y dormíamos en villas de emergencia, en las que trabajaban compañeros que buscaban concretar su ilusionado sueño del hombre nuevo. Claro que mi familia desaprobaba por completo mis planes de viajar de esta manera, prediciendo toda clase de desastres inevitables y circunstancias calamitosas que seguramente me llevarían a la perdición ...

        Y aquí estaba yo, en una de aquellas situaciones pronosticadas. Ursula dormía y yo, apoyada en el marco de la ventana rota, tratando de serenarme y aceptar el insólito momento, aquella trampa que me obligaba a participar involuntariamente como oyente de esta suerte de orgía, de la que no lograba despegarme. La sangre me hervía, el corazón me latía alocado, la vergüenza ajena me quemaba la piel.

      De repente, arrancó el tren. Después de varias sacudidas iniciales, empezó a desplazarse muy lentamente y a salir de la estación. El traqueteo de los vagones al pasar por encima de las uniones de las vías, amortiguaba apenas los ruidos internos de nuestro vagón. Sin embargo, ese partir alivió un poco la sensación de pánico que me había congelado durante un largo rato, a pesar del extremo calor de la noche tropical. Yo no era mojigata en aquel entonces pero la certeza de estar presenciando varios actos sexuales aun sin verlos, alteraba completamente lo que yo había concebido como imaginable en mi vida. Era algo que superaba la más audaz de mis fantasías.

      En algún momento,  me venció el cansancio. Mecida por el vaivén del andar del tren, dormité de a ratos, una y otra vez sacudida por gritos ahogados provenientes ya no sabía si de la lujuria de los demás o de mis propias pesadillas. Sólo me tranquilicé y me dormí profundamente cuando comenzó a clarear y los ruidos del vagón cesaron por completo. 

     Me despertaron la luz del sol ya alto y Ursula que me llamaba insistentemente. Los demás pasajeros parecían estar durmiendo pacíficamente. Decidí no hacerle ningún comentario a Ursula sobre mis vivencias de la noche anterior. Sospechaba que no me creería.  Después de devorar los sandwiches que nos habían quedado del día anterior, me puse a observar más detalladamente el pasaje que compartía conmigo el desvencijado vagón. Algunos de aquellos compañeros de ruta, o de riel – digamos -, se estaban despertando y desperezando gozosamente. La mayoría eran varones jóvenes, de cuerpos armoniosos y según me pareció,  más bien afeminados. Había muy pocas mujeres, dos o tres, que por la escasa vestimenta que lucían y la forma provocadora con que miraban a los muchachos y les hablaban, no dejaban duda acerca de la profesión que ejercían. Empecé a atar cabos y a reconocer el probable origen de los sonidos percibidos durante la noche: estas chicas viajaban, deduje, ejerciendo su profesión. Tal vez algunos de los muchachos, también. Me pareció comprender entonces que el hecho de que los vagones carecieran de iluminación de noche, no era mera casualidad.

     Una febril actividad se apoderó del grupo de jóvenes ni bien todos estuvieron despiertos. De los termos extraídos de bolsos multicolores brotaban chorros de café o agua caliente para mate. Entre risas y comentarios comenzaron a acicalarse:  munidos de espejitos y diversos elementos de maquillaje, se depilaban las cejas, se delineaban los ojos, se coloreaban las mejillas y los párpados  y  se pintaban los labios, apretándolos y moviéndolos con fruición y pasándoles las lenguas para lograr un brillo más voluptuoso. Con peines y cepillos o con sus mismas manos finas y cubiertas de brillitos y geles, se acomodaban o desacomodaban el peinado una y otra vez.  Algunos de ellos incluso, se probaban coloridas pelucas y finalmente vistosos disfraces, que consistían mayormente en ajustados slips o diminutas calzas en tonos vivos. Esta actividad de embellecerse y vestirse que  se desarrolló durante todo el día, era sólo interrumpida por momentos, cuando al son del bongó de uno de ellos, se movían y bailaban desenfrenados en los pasillos, exhibiendo sus formas voluptuosas y acariciándose sus cuerpos aceitados.
Ursula y yo llegamos a la conclusión, que eran – todos ellos – integrantes de un grupo de bailarines, que se presentaría en el desfile del carnaval de Río y que, de hecho, estaban ensayando su actuación. No dejaban dudas acerca de que la mayoría de ellos eran gays y que se preciaban de serlo. Por momentos, el ritmo feroz del bongó parecía agitar mis propias piernas.

      A pesar de la actividad desplegada por estos jóvenes y del ritmo estimulante del bongó, el viaje en sí transcurrió en una peculiar languidez. El tren se desplazaba casi siempre muy lentamente, a punto tal que por momentos nos bajábamos de él y caminábamos a su lado. Si bien hacía mucho calor, resultaba más agradable caminar algunos trechos que estar sentadas, hacinadas, en los incómodos asientos del vagón. A mediodía, el tren paró por completo en medio del paisaje. Se acercaron hombres y mujeres de aspecto muy pobre con niños harapientos que vendían humita en chala y bebidas rosadas y verdosas que, según  ellos,  eran jugos de fruta. Aunque desconfiamos al principio de los alimentos ofrecidos, los probamos y resultaron sorprendentemente sabrosos. Después, lentamente el tren volvió a ponerse en marcha y nos trepamos a él. Viajamos un largo trecho en el descanso del vagón, sentadas en los escalones antiguos de hierro forjado, balanceándose nuestras piernas, disfrutando de una lánguida siesta,  signada por la despreocupación y la intemporalidad. El paisaje discurría frente a nuestros ojos en interminables pajonales durante la tarde y a la hora del atardecer, interrumpido por gigantescas aunque todavía escasas palmeras, que anticipaban las selvas tropicales del Brasil.

     Pero aún faltaba una noche entera y medio día más para llegar a Corumbá. Con el avenir de la oscuridad se reanudaron las actividades nocturnas y fueron surgiendo, abrumadores, los sonidos inquietantes de la víspera. Pasé otra noche en vela hasta el amanecer, demasiado consciente de que, circunstancialmente, era parte de un mundo que difícilmente volvería a integrar en otro momento de mi vida. Me apabullaba el desenfado con que tanta gente era capaz de vivir su intimidad en público y no podía  sino contrastarla con la extrema rigidez con que la mayoría de nosotros, cristiano-occidentales, porteños  y supuestamente cultos, la vivíamos ... o la sufríamos. 

     A las doce del día siguiente, el tren entró en la estación de Corumbá, donde todos abordamos el que hacía conexión a Sao Paulo. Viajamos con el mismo grupo de jóvenes exaltados, pero ya sin veladas de lascivia porque los vagones del tren brasileño circulaban iluminados de noche. De día, mientras el tren se abría paso por la densa jungla, como un yaguareté nadando trabajosamente a través de los juncos tupidos de un pantano,  me di cuenta de que era ella – la jungla – la protagonista ahora, la que imponía su sensualidad y humedad a todos. En medio de ella, los jóvenes seguían probando sus vistosos trajes y ensayando sus voluptuosos pasos de baile grupal, mientras la batucada provocaba ecos en la espesa selva y en mi acelerado pecho.
Finalmente nos despedimos de todos en la Estación Central de Sao Paulo,  desde donde Ursula y yo partimos solas rumbo a Río de Janeiro.

     Al día siguiente, ya instaladas en el hotel, duchadas después de varios días sin aseo y  bien dormidas después de tantas noches cargadas de insomnio y locas fantasías, nos metimos de lleno en el tan esperado atardecer carioca, en el que comenzaban a retumbar los tambores del carnaval. Los escuchamos de lejos,  bajando de los morros como una lenta y densa avalancha, cada vez más intensos y envolventes al volcarse espesos por  las calles de Río, irresistibles y embriagadores, hasta que su implacable ritmo inundó sin piedad y sin límites la ciudad entera. 

      Presenciamos maravilladas el desfile de las escolas do samba, interminables horas de goce infinito, con el ritmo ensordecedor de la batucada agitándonos incesantemente, en medio del calor pesado aunque vivificante, de la noche brasileña ... yo, con un hormigueo insoportable en la piel, con el corazón acelerado hasta sofocarme,  entregándome con todos mis sentidos al espectáculo carnavalesco, hasta que, por fin,  ... ¡Dios mío! ... por fin, me sumé extasiada a los bailes callejeros, moviéndome sin parar, desenfrenadamente,  con mi cuerpo aceitado y reluciente, con mi cabellera rubia coronada de plumas multicolores, con mis tacos de diez centímetros de altura, mi maquillaje perfecto, ostentando mis pechos provocadores, sostenidos por el armazón salpicado de brillantes lentejuelas, y mis caderas contorneándose, apenas cubiertas por la tanga dorada, diminuta, que me había probado una y mil veces en los pasillos del tren a Corumbá.

                                                                                            

3 comentarios:

  1. Me encanto leerte. Yo hice este mismo viaje en el 78 (ahora imposible) de ida y vuelta hacia Machupichu y cuando lo cuento creen que lo estoy inventando. Recuerdo cuando el tren pasaba sobre pilotes por el pantanal y los yacares se asustaban y salian corriendo-nadando desde abajo del tren. Lo hice durante unas vacaciones de invierno y viaje con un grupo de chicos bolivianos que estudiaban en la universidad de Sao Paulo e iban de vacaciones a su ciudad, Santa Cruz. Hicimos todo el viaje guitarreando y tomando pinga de una damajuana que traian los bolivianos, asi que cuando llegamos a Santa Cruz eramos como hermanos. Que buenas viejas epocas que me hiciste evocar. Gracias
    Alejandro

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  2. Muchas gracias por tu comentario, Alejandro! Me alegro que te haya gustado mi cuento! ¿Vos también escribís? No son muchos los que conocieron el tren a Corumbá. En general, la gente que lee mi cuento, me pregunta, si es verdad, si lo inventé, si podrá ser .... etc. Una gran experiencia... especialmente cuando uno tiene veintipico de años .... Me alegro d compartir este recuerdo con vos. Yo hice el viaje en febrero del 71. Gracias otra vez por escribirme. Un abrazo desde La Cumbrecita, Córdoba. Graciela

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  3. Hola Graciela, bonita experiencia, yo hice el viaje a los 21 años como mochilero de Lima a Sao Paulo, Río, Iguazú, norte argentino, Antofagasta, Tacna, Lima. En 1973, fue Extraordinario. Abrazos. Nk

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